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PREMIO NARRATIVA
“EL ÁNGEL DEL VINO”
José Antonio Ramírez Lozano
Menos Dios, que fue hecho singular por único, todo en el mundo se creó con su par, así la vida con la muerte, cada criatura con su hembra, cada cuerpo con su alma, cada luna con su sol, cada mañana con su tarde, cada bondad con su maldad. De manera que nada es en el mundo sin su contrario por poco que se le asemeje y a nuestros ojos parezca que entraña torpeza o signo alguno de maldad. Tanto que no hay hombre por sabio que sea al que no le falte un alma pareja de la suya que lo asista, sin la cual ande demediado en el mundo, huérfano de esa mitad de sombra o luz que nos completa.
-Los ángeles, eso son los ángeles para los hombres- solía recalcar Don Marino Muriel, párroco del Santo Cristo, allá en Valdepeñas. -Un ángel es mi otra mitad. Hay tantos ángeles como hombres.
Hijo de bodegueros, monaguillo de vino y pan, Don Marino había sido desde pequeño muchacho intrépido y perspicaz, avezado en cuestiones teológicas, con las que ya en la doctrina disentía.
-Mire usted, señor maestro, Dios no cabe en el pan – le dijo el niño un día-. En el vino sí.
Sin duda, su herencia vinatera le hacía pensar que sólo en las revelaciones del vino podía caber el sueño de Dios. No sólo en la hogaza del pan sustantivo, materia al cabo, definida en su miga y limitada apenas por el perfil de su corteza.
-Yo quiero comulgar con vino- se encaprichó luego, cuando la primera comunión.
-Dios se da en el pan por entero, muchacho –le amonestó el padre cura-. ¿A qué viene ahora ese antojo del vino?
-Porque yo quiero verlo, padre. Y con el pan puede que lo sienta pero sólo con el vino lo consigo de verdad.
Sin duda alguna, el niño Marino tenía ya claro desde su corta edad que sólo de la alianza del vino con el pan podía vislumbrarse el concepto de la divinidad y que el mundo estaba hecho de esas dos consistencias, la del pan y la del vino; esto es, la de la realidad y la del sueño. Eso.
-Yo no quiero la mitad de Dios –zanjaba rabioso.
Los curas del seminario acá en Toledo no podían soportar argumentos de tanto riesgo para sus seminaristas, rayanos como andaban de la herejía. Y Marino Muriel tuvo que marcharse a Comillas no sabemos si más por prescripción que destierro, convencido el rector de que sólo allí podrían limarle esos sarpullidos de heterodoxia, más propios de su mocedad que de otra cosa.
Y tal era el convencimiento vinatero del muchacho que no quiso marchar sin llevar consigo una cepa de su tierra.
-Con mi ángel voy y con mi cepa- partió diciendo.
Todos se echaron reír, viéndole con aquella caja de zapatos del cuarenta y dos en la que llevaba su huerto. Una cepa pequeñita, apenas si un brote, y una mata de tomate que le venía con el estiércol.
Comillas no acalló sus tesis como se esperaba. Al contrario, no había claustro en el que no se significara. Pero el arrebato de sus discursos llegó a poner en solfa su persona, tanto que los seminaristas dieron en tomar a chanza sus argumentos, dando pábulo al discurso. Y más cuando cada mañana le veían sacar su caja de huerto con la cepa a la ventana y regarla con un cuentagotas.
-¿Qué cosecha va a ser la tuya, Marino? No dará una copa.
-Lo mucho cabe en lo poco –les respondía él-. O es que no cabe la sangre toda de cristo en el cáliz.
-La sangre embriaga, manchego –le rebatían admonitorios.
-Sólo si te embriagas lo verás. El pan es ciego. Los de Trento bien se cuidaron de controlar la borrachera de Dios. Pero Dios es también arrebato y pasión para un español, aquello que no puede medirse en el alma por más que pretendan controlarlo en los confesionarios o con la medida del pan.
No consiguió ordenarse en Comillas. Muchos fueron los reparos canónicos. El vicario se la iba retrasando con excusas de lo más remoto, cauto para con un tipo como Marino, un borracho de Dios que aseguraba que la divinidad sólo era posible percibirla con el mosto de la uva. De manera que tuvo que rematar sus estudios de teología en el seminario de Ciudad Real, más proclive a la fantasía de lo divino. Y allí por fin se ordenó, viniendo luego a dar en la parroquia de Picón.
-Ni pan sin vino ni vino sin pan, Marino- le advirtió el obispo un día adivinándole la deriva de su ortodoxia.
-Mándeme usted a Valdepeñas, eminencia- le respondió el cura entre socarrón y exigente-. Que allí el evangelio tiene carta de naturaleza, siendo patria del vino.
Y así, buscando el arrimo de la divinidad, al menos consiguió del prelado la parroquia de Santo Domingo, en Villanueva de los Infantes, que no es poco. A partir de ahí todo fue ya éxtasis. Porque para sacristía nada mejor que una bodega que había frente a la iglesia. La Habana se llamaba. Una tasca con moscardones rubios que acompañaban al cura lo mismo que una corte de arcángeles borrachos. Así que al tercer toque don Marino cruzaba la calle de la bodega a la iglesia con la disposición de añadir al pan la parte de Dios que se le había vedado a los fieles.
-Amadísimos hermanos- insistía en sus prédicas-, Dios está hecho de hambre de pan y sed de vino. La materialidad del pan nos sujeta a la realidad, aceptado por pura racionalidad y obediencia la doctrina. Por el contrario, el vino comporta la inmaterialidad, una visión en la que Dios se muestra a cada cual menesteroso y gozoso, líquido y liberador, haciéndonos así partícipes de la dichosa visión celeste. Si no, ¿a qué la resurrección? ¿Cómo podríamos sin embriaguez alguna lograr el alto concepto divino?
Ahí tenéis, si no, la propia palabra: Divino, hecho de vino.
Aquellos fueron años de gozosa feligresía y catequesis. Sin que sus padres lo advirtiesen, los niños sanluqueños nunca volvieron a probar el pan huérfano de Dios. Don Marino mojaba la sagrada forma en el tinto del cáliz y se la daba a comulgar plena de divinidad.
Cuando cumplió los ochenta, alguien quiso retirarlo de aquel trajín entre la tasca y el templo. Pero se negó en rotundo. Sólo aceptó el riesgo que entrañaba para una invalidez como la que se le avecinaba.
-Qué asilo ni gaitas –se rebelaba hosco-. Déjenme que ya me las entenderé yo con Dios.
Entonces don Marino Muriel, de acuerdo con su concepto dual del mundo, cayó en que nada más adecuado a su invalidez que la asistencia de un ángel. Su propio ángel. Estaba convencido de que cada hombre tiene asignado un ángel que viene a ser esa sombra que nos completa y ampara. Sí, como el vino al pan, o la noche al día; como la sed al agua o la luna al sol. Como el misterio a la evidencia. Eso. Y lo solicitó al Altísimo en sus oraciones.
-…Ando el santo día entre la Habana y Santo Domingo y entre Santo Domingo y La Habana, Señor mío. Haced que un ángel me asista el trayecto –remataba santiguándose.
Y debe ser que Dios Nuestro Señor entendió por trayecto navegación, que no tardó en enviarle un ángel marinero para auxiliar tal naumaquia antillana.
El ángel se llamaba Liro. Nadie podía verlo más que él cuando alcanzaba un punto de embriaguez. Un ángel que tenía su misma cara y le hablaba con sus propias palabras, pero más dulces. Tenía una melena cana y vestía túnica de raso. Le ayudaba a cruzar de Santo Domingo a la Habana tomándolo del brazo, como los poetas de turno hacían con Alberti, llevándolo casi en volandas.
Pero del mismo modo que el contacto de los hombres con su ángel acaba espiritualizándolos, el del ángel con los hombres le contagia su humanidad y con ella sus vicios. La copita de tinto acabó tentando su virtud celeste.
-Ponle otra copita aquí al arcángel, Manolo –invitaba el párroco.
Liro le tomó el gusto a la cepa sin advertir que con ello daba el cante. Quiero decir que se hacía visible a los hombres. Los parroquianos de la Habana vieron cómo su cuerpo iba tomando realidad con una transparencia rubia alabastrina. Aquello sembró la alerta de lo mágico en Villanueva, de manera que eran muchos los vecinos que acudían a verlo cruzar del brazo de don Marino entre la Habana y Santo Domingo, arrodillándose los más.
-¡Un milagro, Dios mío!- se santiguaban.
Pero Liro, viéndose en aquel trance y arrepentido de violar su celeste condición, tuvo que poner alas en polvorosa y acudir a esconderse de los hombres. Tampoco podía ya del todo renunciar al vino ni acudir a los ojos de Dios en condiciones tan humanas. Así que buscó refugio bajo la cúpula del altar mayor de Santo Domingo.
-Sé que está allí. Lo sé- aseguraba don Marino ya en su lecho de muerte-. Él os dará de beber a Dios por entero.
Y a fe que decía verdad el cura, porque a eso de la media noche, a la sola luz de la lámpara del Santísimo, se sabe que el ángel salía de tras el retablo y andaba a la Habana con su trasiego. De manera que lo que a la mañana faltaba en vino en la tasca aparecía luego en Santo Domingo. Cientos de vasitos de plástico repartidos por los bancos, cada cual con su poquito de tinto, aguardando el misterio de la cena, la suma comunión, la redención del mundo.
PREMIO POESÍA
GAZAPO
Manuel Alonso Matellán
Al igual
que con las golondrinas y los vencejos
te echo de menos antes de que te hayas ido.
Paladeo todas tus palabras suaves
y dulces
y me imagino que bebo el mosto de tus labios.
Imagino, mientras me hablas, cómo ibas de niña
en la caja del tractor sobre la cosecha
-hecha un ovillo-
y luego te tumbabas blandamente.
Imagino
tus pisadas leves en las uvas.
Envidio esas cepas viejas que con sus sarmientos
rozaron tus manos.
Y planeo
la venganza de las avispas que te mordieron
en la vendimia.
Casi
puedo probar tus palabras-gachas
que las madres prepararon para el almuerzo
y cómo comíamos de la misma sartén…
Háblame, golondrina, de tu pueblo.
Háblame de los recuerdos que nunca tuve
mientras bebo el vino que mana de tus labios.
Quisiera convertirme ahora
en ese gazapo
que tanta ilusión te hacia ver oculto
a las sombra de las viñas
y escaparnos juntos del tiempo
-a saltitos-.
Un algodón que huye entre pequeñas nubes de polvo.
Bella Ciao